¿CUANDO NOS PERDIMOS?
No hace muchos años aquí en Chilpancingo, que ahora está catalogada entre las cinco ciudades más peligrosas y violentas del país, se podía vivir en paz. Era una paz de cuento. Por ser una ciudad pequeña todos se conocían y era motivo de sorpresa la llegada de un forastero a quien se le acogía con beneplácito y se le integraba a la forma de vida acostumbrada.
Vale decir que Chilpancingo era una ciudad de costumbres conservadoras. Los domingos de misa y de paseo por el centro o por la alameda "Granados Maldonado", lugares donde los vendedores hacían su pequeño agosto y ya sabían a quien venderle sus productos. La banda de música del gobierno del Estado engalanaba los paseos y la gente adulta se sentaba al rededor del quiosco para escuchar las clásicas melodías. Los jóvenes asistían a las matinés en el cine Guerrero o se dedicaban a las actividades deportivas. Los niños nos dábamos por bien servidos comprando nieve o paletas y comprando cuentos. Todos probamos las aguas frescas de Doña N y las nieves de Chinono.
Yo vivía a las afueras de la ciudad, hoy podría bien decirse que la casa paterna ya queda casi en el centro. Todos los días me iba a la escuela caminando y observaba que las puertas y ventanas de las casas estaban abiertas, las señoras hacían el aseo y saludaban cordialmente a los escueleros; era costumbre regar el frente de la casa todos los días. La llegada a la escuela primaria era todo un rito, nos amontonabamos en la entrada y el conserje -que siempre daba miedo- decía imperativamente quien pasaba primero y quien después, la puerta de la escuela Anahuac la veía enorme, imponente, impenetrable, por ella entraba y salía a diario.
Esa escuela la veía como algo majestuoso. Los maestros los percibía como apóstoles de su profesión, como sabios inalcanzables. Me tocó recibir clases con el hijo de Aarón M. Flores, del mismo nombre y del mismo carácter, también fui alumno de Tarcila L. de Plata. Me sentía orgulloso de mi pertenencia a esa comunidad y la defendía cuando por azares del destino nos enfrentabamos a la escuela rival la Vicente Guerrero, toda una institución de prosapia.
En ese entonces Chilpancingo no tendría más de treinta mil habitantes. Creo había cuatro escuelas primarias y dos secundarias, para estudios medio superior la preparatoria de la Universidad Autónoma de Guerrero y para la educación superior la Universidad solo contaba con unas cuantas carreras: Derecho, Ingeniería, Ciencias Químicas, Filosofía y Economía, todas concentradas en lo que se ha llamado "Edificio Docente" donde hoy solo da cabida a la preparatoria no. 1.
Cuando salí de la secundaria - estudié en la Antonio I. Delgado- corría el año de 1970. Todo era calma, hecha excepción del movimiento estudiantil que dio origen la a la autonomía universitaria en 1960, hecho que marcó a la sociedad local y la dividió en dos bandos: los gobiernistas y los aliados a los estudiantes. El odio y el rencor llegó a su clímax pero después retornó la calma. No una calma chicha pero si una de la cual el pueblo se jactaba como una virtud de estas tierras. La vida calmada rara vez era sacudida con un hecho violento. Recuerdo que el asesinato de una persona en un bar -Meléndez- a manos de un abogado era como el evento de sangre que nos representaba. Pasaron muchos años después de eso para que el pueblo reaccionara ante la violencia que se nos venía encima.
Los eventos sinuosos del Estado, sobre todo en Chilpancingo eran los provocados por la Universidad. El proyecto de una Universidad de izquierda con el epíteto de Universidad- Pueblo, provocó el enojo del gobierno y la falta continuada de subsidio. Eran los años del autoritarismo priista y de la guerrilla
de Lucio Cabañas. Una guerrilla -desde Genaro Vázquez en los sesentas- que sentaba sus reales en la sierra de Guerrero y que a partir de la muerte de Lucio a manos del ejército marcó el inicio de una escala de violencia que ha ido creciendo, no necesariamente por cuestiones revolucionarias sino porque a partir de esas fechas -finales de los setentas, principios de los ochentas- las rutas del narcotráfico sentaron sus reales en esta ciudad capital.
Así sin darnos cuenta, lentamente, como ladrón en noche, el cambio de vida y el aumento de la tragedia se fue haciendo cotidiano. La ciudad creció desmesuradamente, su índice de crecimiento era del 7% anual, y así en pocos años Chilpancingo fue invadido por miles de gentes en busca de oportunidades que carecían en sus lugares de origen. La vida se complicó porque el gobierno no estuvo a la altura del reto y de ser una ciudad calmada poco a poco fue convirtiéndose en lo que es hoy: un conglomerado poblacional en franca crisis de identidad y en crisis institucional de servicios públicos, todo ello acarrea un Estado fallido donde la autoridad se pierde en las impunidades y los privilegios de unos cuantos.
¿Cuando nos perdimos? Esa es la pregunta, quizá una respuesta tentativa sea de que nos perdimos cuando el Estado dejó de hacer lo que tenía que hacer y el pueblo no quiso dejar de ser lo que era, pese a que su circunstancia cambiaba lentamente. Como pueblo queremos las mismas respuestas sin saber que las preguntas han cambiado. Por ello debemos replantear nuestra ciudadanía y el Estado hacer lo que no ha hecho.
La vida tranquila de salidas los sábados por la noche se acabaron, los domingos de fiesta comunitaria y de comidas en el campo son historia. Hoy estamos encerrados en nuestro nicho viendo en la internet una masacre que no se detiene. Ayer al vecino lo mataron, cierren las puertas.
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